lunes, marzo 27, 2006

Día 1

El sol se coló por la ventana del departamento de K hasta despertarlo, pero fueron necesarias dos horas más de continua insolación para sacarlo a éste del colchón que se esparcía por el suelo. Lentamente se metió en la ducha para refrescarse y ponerse unas prendas cuya jubilación era inminente. Mientras, en un espejo rajado al medio, podía ver su barba crecida de una semana y sus ojos rasgados por hilos de demoníaco rojo contrastando con la palidez de su piel.
Solo un colchón había en su casa, ni sillas, ni mesas, ni siquiera luz eléctrica o gas. Su vacío armario era un rincón de la habitación y sus dominios tan lejos como su vista lo dispusiera. Los pisos parecían de tierra aunque por la uniformidad se podían sospechar baldosas bajo esta, que en realidad no era tanta y las sospechas se confirmaban con solo afinar un poco más la vista. En algunos rincones había telas de araña, siempre en los rincones superiores. Al parecer estos respetuosos seres solo habitan los lugares que no les sirven a sus protectores, y para darles privacidad nunca se muestran cuando ellos están despiertos, o, si lo hacen, miran hacia otro lado. Pero el hecho que, dependiendo de su humor, hacia sentir a K en paz, como si estuviera durmiendo al aire libre o con la furia de quien es taladrado en el cerebro, era un grillo.
Éste, de acuerdo a los rastreos nocturnos, habitaba cerca de la puerta de la habitación, tal vez a quince centímetros a la derecha de la puerta, que era a donde K dirigía sus maldiciones. Pero cuando el dueño de casa se acercaba para precisar la ubicación, éste cesaba en su cantar, demasiado modesto como para ostentar su canto, demasiado precavido como para ser asesinado de un pisotón.
Salió a la calle, donde la incandescencia del sol parecía no tener fin. ¿Quien sabe cuantas horas habría dormido?, seguramente alguno en el pueblo lo sabría, pero no él. Todos en el pueblo sabían cada dato insignificante que se pueda imaginar sobre él, pero él no les encontraba ningún uso, por lo que, a fuerza de desinterés, esos recuerdos se habían vuelto hacia los rincones menos transitados de su conciencia. Rincones en los que también se encontraban cualquier superfluo comentario de sus conciudadanos.
En una ciudad moderna él hubiera pasado desapercibido, o bien ignorado, pero la ciudad en que él vivía era lejana y pequeña, donde rara vez ocurría algo interesante. De hecho era tan lejana que había evolucionado una cultura única, y tan pequeña era que ni cultura se podía llamar a la extravagancia de sus pocos, mil, habitantes.
Él era conocido en sus pequeños dominios, tan lejos como quisiera, como K el cínico, y, entre otros datos insignificantes, se corría el rumor de que dentro de su casa solo había un tonel y que él dormía dentro de él. Esto lo sabemos falso y la intencionalidad del rumor había sido el solo deleite de un extranjero varios años antes. Su posición de erudito en el lugar, y el hecho de pertenecer a una familia con fama de poderosa, lo ponían en una esfera nada despreciable. En cualquier hogar en que hiciera presencia, sería atendido con los mayores honores, ya fuera a cambio de un consejo para asegurarse un buen futuro, o para ganarse el favor de su familia. A nadie parecía importarle que esto produjera el efecto contrario en su familia y un efecto imprevisible en el futuro.
También era invitado a las fiestas diarias, como todo el pueblo, donde era vestido con las más finas prendas y se lo consideraba el motivo de los festejos. Por eso, no es de extrañar que las mismas personas que lo agasajaban también lo envidiaran, y esto lo engrandecía ante todo el pueblo.
Las viejas bebedoras de café lo consultaban a modo de oráculo, los viejos fumadores de pipas contaban aterradoras historias sobre él a sus nietos, y los niños de ilimitado desinterés simplemente lo ignoraban para ocuparse de sus célebres juegos (no está claro como reaccionaban los habitantes de edad media pero se puede suponer que las mujeres lo admiraban y los hombres lo imitaban para ganar la admiración de las sus esposas).
Al recorrer aproximadamente siete cuadras a pie, mirando como las aves revoloteaban en las copas de los árboles y sin cesar en su aleteo alimentaban a sus hijos, K llegó al río. Luego de sentarse sobre la saliente de una roca se quedó observando el paisaje; ese paisaje que tantas veces había visto, y sentido, y vivido; ese rincón que los demás le reservaban como su santuario; las costas que eran leves pendientes de tierra negra como el carbón, pero llenas de vida; los sauces llorones cubriéndolo todo con sombras y ocultando el horizonte, ese sueño inalcanzable; sus hojas acariciando levemente el agua mientras pasaba interminable e imparable como el tiempo de los grandes filósofos; el césped fresco y mullido donde tantas veces se había visto vencido por los caprichos de Hipnos; los Jazmines, demasiado saludables para considerarlos silvestres, demasiado silvestres como para no amarlos, liberando su somnífero perfume; algún que otro pez que al asomarse al mundo superior y coletear quebraba la superficie del agua, dejando ondulantes añillos en perpetua expansión; la refrescante brisa que animaba las hojas de los árboles y el espíritu de K; por horas podría seguir describiendo aquel paisaje que tan bien conocía de memoria, pero aquel día su hermosura era majestuosa. Una sublime rubia nadaba desnuda por el río como robándose la paz que a él le correspondía. Se quedo mirándola y ella al notarlo sonrió. Sonrió mirándolo descaradamente y con picardía. Sonrió y se fue nadando corriente abajo para no volver. ¿Quien era esa rubia?, tal fue la pregunta que lo mortifico hasta que apaciguado por el oasis en que estaba sucumbió al sopor y fue engullido por el césped hasta llegar a las profundidades del mundo de ensueños.

Intenso fue el despertar de K. Igualmente intensos eran los sacudones que le proporcionaba un cochero de pacotilla para sacarlo de su narcosis. Lo había estado buscando por horas para darle las prendas que necesitaría para la fiesta de esa noche, y para acordar un lugar y horario en que lo recogería para llevarlo a tal fiesta, y otras recriminaciones varias profirió, con el entrecejo fruncido pero disimulado por el largo flequillo. K de muy mal humor le dijo que permanecería allí y que si le daban ganas de ir a la mencionada (nunca dijo tal palabra) fiesta, iría por sus propios medios. Que antes cruzaría el Sahara a pie a ser visto con tan ruin compañero de viaje. La barbarie del cochero asomó al escuchar “Sahara”, ya que desconocía el mundo fuera de Cálimo y de hecho era una especie da tabú nombrar algún lugar fuera de los considerados “limites de la ciudad”. Pero el tono que empleo K y el resto de la oración no le gusto nada al cochero, por lo que dejo las prendas en el suelo y se marcho refunfuñante como un niño al no comprender las razones de sus padres. O eso pensó K.
Unas horas después K se sumergió y nado desnudo por el río. Nunca había echo tal cosa. Ese placer se le había escapado, a él, al más conocedor de lo natural, al que rechazaba lo artificial, aunque vivía en una prisión sintética. Él ignoraba tal placer y el hecho de que la exuberante rubia, luego sabremos su nombre, lo supiera antes que él lo molestaba y le hacia sentir el escozor, ya sabrán que escozor.
Luego de nadar por un buen rato, salio del río, y para su sorpresa la corriente de éste lo había arrastrado unos cien metros corriente abajo. Otro dato que ignoraba, y esto lo molesto más, indignación que se deshizo al caminar esos cien metros. Se puso las prendas que le había llevado el cochero y fue a la fiesta. Él ya sabia la dirección, no por que se lo hubieran informado, sino por que en la ciudad había un solo salón lo suficientemente grande como para albergar a la totalidad de los habitantes, mil, en una fiesta.
Al llegar vio al cochero que estaba siendo reprendido con severidad por quien proporcionaba la fiesta ese día, encontró un instante de paz mientras el verdugo veía a K que fue saludado solemnemente y entro sin mirar en derredor.
Una vez dentro, seguido de cerca por los inquisitivos ojos de sus conciudadanos, se retiró a un rincón y se sentó. Desde allí cuidaba su rebaño, los analizaba buscando algo que le llamara la atención y así perderse en sus cavilaciones, pero luego de unos instantes vio a la rubia que había visto antes en el río. Mientras ella lo miraba reinando un enjambre de jóvenes locales, él descubrió que las curvas que antes hubiera atribuido al agua eran propias de la carne, dibujando un perfecto objeto sexual.
Él solía llamar la atención a los habitantes de Cálimo, y a sus inquietos ojos, pero la presencia de esta desconocida y su particular mirada lo extrañaba, y a la vez lo incomodaba. Lo incomodaba de la misma forma que lo artificial ¿acaso seria ella artificial? No, no era así, era tan natural como él, pero igualmente le producía esa picazón.
Al preguntar a uno de los jóvenes que se alejo de la rubia con la cabeza gacha y los ojos brillosos, éste contesto con lujo de detalles todos los datos conocidos. La rubia de unos veinte años y ojos grises se llamaba X. Que la mayoría de los jóvenes e incluso algunos mayores estaban extasiados por su foránea belleza, sus curvas, más pronunciadas que las de las mujeres locales pero sin llegar a causar desagrado… y el joven seguía hablando. De repente sonrojándose un poco y bajando la voz hasta un imperceptible susurro dijo “es una extranjera”, K había sospechado esto. Hacia muchos años que no aparecía ningún extranjero y estos, al recordarles el mundo fuera de la burbuja que era Cálimo, causaban gran revuelo en la ciudad. El mundo exterior era tabú, y los extranjeros eran un icono de tal mundo, causando así escándalo en los habitantes más ortodoxos e intriga en los jóvenes, cada día más curiosos, para vergüenza de sus padres, pero despertando un atisbo de esperanza en K.
Siguió mirándola desde su rincón y cuando no pudo soportar más la perseverancia de su mirada se acercó. La multitud de jóvenes se dividía a medida que él se acercaba, lo hacían con desgano pero impulsados por el respeto que sentían por él, o por un instinto que lo simulaba. Cuando estuvo frente a ella, y mirándose ambos a los ojos le pregunto.
- Esos ojos que miran, ¿acaso entienden?
- Estos ojos no miran, devoran – Contesto siguiendo el juego de K.
- He soportado la gula de cientos por años, vuestra prisa es infundada – Replico K siguiendo el juego que hubiera empezado ignorados años antes.
- Tal vez no haya suficiente para ellos – sus ojos – menos para los demás.
- Vuestro apetito e ignorancia parecen ser indistintamente crecidos, tiempo y palabras he desechado, talvez se repita en el futuro. Y mientras daba media vuelta, sin siquiera levantar la mirada agregó, “o no”. Esas dos pequeñas palabras que tanto le gustaba agregar, pequeñas palabras que creaban inquietud y miedo. Una eficiente maquinaria para crear dudas, y así empezó a deambular por la sala, de vez en cuando le preguntaba a alguno de los presentes acerca de X, pero los mayores eran reticentes a hablar sobre ella y los mas jóvenes se limitaban a detalles superficiales, cuando se acercaban los mozos se limitaba a comer algo poco consistente y acompañarlo con grandes cantidades de vino blanco, o tinto, o ambos.
X quedo impactada por la severidad con que K decidió terminar la conversación, y con lo poco que se dijo. Si se sacaba todo lo que adornaba la charla, lo único que había dado a conocer era que él se consideraba demasiado para ella y que si se encontraban en el futuro seria por pura gracia del azar. Pero K era así; extraño en su bohemia; críptico en sus dialogares, por lo menos para sus conciudadanos; impaciente para con ellos y sus charlas; e incontenible en su amor por la literatura. Pero al estar en control de Cálimo sabia que la erudición del pueblo podría perjudicarlo, así que solo él sabia de literatura, y solo él sabia del mundo exterior. Por lo que sabían en el pueblo, el mundo estaba compuesto de pocas ciudades xenófobas con líderes que, al estilo de los antiguos chamanes, los aconsejaban sabiamente, o por lo menos los aconsejaban quitándoles el peso de las responsabilidades.

viernes, marzo 10, 2006

Introduccion


Ya no pienso ya no siento
Ya no se quien eres
Los muertos nunca extrañan
Los vivos siempre mueren

Siempre calmo e indiferente
Nunca eres tu quien muere
Los vivos ya no extrañan
Los muertos ya no hieren


La nota manuscrita descansaba en el piso de ónice negro mientras K a su lado, con el cráneo despedazado y la mirada perpendicular al piso, no veía ni la nada. Según el informe policial la muerte había sido instantánea. La nota, sin firma ni destinatario aparente, tal vez escrita por el difunto, se la suponía una despedida, incluso un intento por dejar una vistosa imagen de si mismo. Pero los que creían conocerlo, saben que K no era el tipo de persona que se preocupa por como hablaran de él, ni mientras vivía, ni luego de muerto. Sus razones podrán ser desentrañadas solo por los que conozcan su vida, y verdaderamente somos pocos.